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De Venezuela a EEUU: La amarga odisea de un migrante para reencontrarse con su familia

Más de seis millones de venezolanos comparten una historia en común: su ardua lucha por alcanzar una vida mejor en otras latitudes. Y es que miles de familias tomaron la difícil decisión de abandonar un país que se encuentra sumergido en una crisis sin precedentes. El sueño de muchos apenas comienza cuando ponen el primer pie fuera de Venezuela, pero tan solo es el inicio de una larga ruta de adversidades que han de afrontar para poder alcanzar su mayor anhelo.

Diego, un nombre que le hemos conferido para proteger su identidad, fue uno de los miles que se aventuró solo en una larga ruta para llegar a Estados Unidos. Así comienza la historia de este valiente joven que vivió los peores días de angustia que más allá de buscar el tan codiciado “sueño americano”, su motivación para arribar al norte fue conocer a su pequeña hija.

Por: Elizabeth Gutiérrez y Luis Eduardo Martínez

En manos de los Cárteles

La travesía inició al llegar a México luego de coordinar todo con las personas que trabajan con los coyotes, quienes se encargan de traspasar a los migrantes por las rutas clandestinas en la frontera. Sin embargo, el primer obstáculo fue conseguir que los agentes de migración le exigieran pagar mil dólares para dejarlo entrar al país. Posterior a ello, fue recogido en las afueras del aeropuerto para ser transportado a un hotel.

“Pagué mi hotel normal como si estuviera de turismo en México”, contó. Una vez transcurrida la segunda noche de su estadía, llegó una persona que pasó a retirar el dinero del cruce -cerca de 1.500 dólares americanos- para luego ser trasladado en horas de la madrugada hasta la localidad de Piedras Negras. Allí quedó bajo custodia de los tan temidos cárteles mexicanos, quienes lo encerraron en un hospedaje de mala muerte a la espera de embarcarse a su paso hacia Estados Unidos.

“Estábamos literalmente secuestrados”, recordó. Agregó que estuvo en esa habitación como 15 horas. “Hay gente que dura meses. Para alguien que viene de Venezuela, hay un beneficio que ellos sí pueden hacer un proceso de migración como lo hice yo. Pero un salvadoreño o de otra nacionalidad puede estar varios meses encerrado hasta que el coyote decida que están todas las condiciones para él poderlo pasar”.

Atravesando Río Bravo

Cuando estaban todas las condiciones listas, advirtieron a Diego para que se alistara junto a un grupo de casi 30 personas. Con las instrucciones impartidas, y a toda velocidad, salieron en varias camionetas rumbo a Río Bravo, en la frontera.

Migrantes cruzando Río Bravo. Archivo / Referencial. Cortesía

 

Al llegar al río, recibió nuevas indicaciones: “Se agarran de dos en dos. Los más fuertes ayudan a los más pequeños, ayudan a cargar a las mujeres. Tardamos aproximadamente 25 minutos cruzando porque tuvimos que hacer un recorrido en tierra hasta que llegamos al río”. Una vez realizado el cruce, se entregó a las autoridades de la patrulla fronteriza en Estados Unidos. “Llegué a la ciudad Del Río [Texas]. Ahí fue a donde llegué. Estuve aproximadamente cinco horas. Hay gente que dura dos o tres días”.

Una vez procesado e identificado, y desechadas todas sus pertenencias, fue trasladado hacia la localidad de Laredo, en el estado de Texas. Pero el azar le tendría todavía días de agonía.

Angustia ante la espera

Las condiciones de su estadía bajo el cuidado de las autoridades norteamericanas fueron en sus propias palabras “algo bien desagradable”. La alimentación estaba limitada a un burrito pequeño de empaque tres veces al día, o una simple galleta. Sus noches eran una penuria; el aire helado de la ventilación, y el poco cobijo que tenía fue parte de la cruda experiencia que le tocó enfrentar mientras esperaba el momento en que le otorgaran su libertad. Y así transcurrían las semanas, sin respuesta y sin comunicación con sus familiares.

“Ahí solamente te toca esperar y creer en Dios para que en algún momento te liberen porque es súper difícil toda esa situación”, destacó.

Por la mente de Diego siempre estuvo presente la idea de salir de ese encierro y volver a ver a su hija. Apeló al sentimiento de miedo de regresar a Venezuela y poder recibir asilo. Pero en el proceso, seguía aprisionado, y fue informado que sería nuevamente trasladado, esta vez a un centro de detención del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos, por sus siglas en inglés) en el estado de Washington.

El último obstáculo

Fue un viaje de más de doce horas por avión y carretera, donde siempre lo mantuvieron uniformado y esposado. Al llegar, le hicieron exámenes toxicológicos y químicos de todo tipo, y le asignaron una habitación junto a otro compañero. De su experiencia allí por casi dos meses de estadía solo recuerda vivencias amargas. Comentó que era un espacio reducido, con dos camas y un urinario, lo único positivo fue que pudo realizar contactos diariamente con su familia.

“La comida es una locura”, describió Diego. “Nunca sabes lo que comes. Parece comida de perro. El sabor es súper desagradable. Yo no comía casi, de hecho, bajé como diez kilos estando ahí adentro”, no obstante, allí le permitían comprar algunas cosas, que aunque resultaban costosas, pudo sobrellevar un poco la deficiencia alimenticia.

Centro de detención en EEUU. Archivo / Referencial. AP / Dario Lopez-Mills

 

En una de esas tantas noches en donde todo transcurría como de rutina, tocaron su puerta y le notificaron que había llegado el momento de su liberación. A la mañana siguiente lo estaban buscando para dejarlo libre. “Cuando me liberan, solamente me entregan mis papeles con la fecha de mis presentaciones en la corte, mis derechos, lo que puedo y lo que no puedo hacer aquí y me abrieron la puerta como si estuviera en Plaza Venezuela y me dijeron ‘Vete, ya’”.

El olor de la libertad

A pesar de que sentía un alivio, se encontró con otra realidad al hallarse desubicado y perdido. “Yo estaba como en el limbo. Pero afuera hay una fundación americana que ayuda a los inmigrantes”. Agradeció el apoyo de este organismo que no dudó en darle ropa nueva, un bolso y dinero para un taxi y así poder llegar al aeropuerto donde le esperaban sus familiares.

Diego encontró la felicidad al ver el rostro de su hija por primera vez, quien había nacido en Estados Unidos luego que su esposa migrara desde Venezuela hace cuatro años estando embarazada. “Cuando vi a mi familia, me sentí demasiado feliz (…) Tenía el shock de toda la experiencia y me sentí bastante raro. Pero luego de eso me conseguí con mi esposa, comí, me llevaron a la barbería”.

Admitió que el primer par de días en libertad fue duro de asimilar. No dejaba de llorar, por nostalgia, y mucho menos podía conciliar el sueño. “Es algo que no es para cualquiera”, confesó.

Venezuela, su norte

Para este venezolano, su sueño no era únicamente encontrar a su hija, sino también recibir una mejor calidad de vida y apoyar a los suyos. No tardó mucho para darse cuenta que había que comenzar a hacer gestiones para obtener un trabajo y fue entonces cuando recibió una oportunidad.

“Una compañía me dio la oportunidad y trabajaba en el almacén. Venía con un inglés medio básico y ahí trabajaba con puros americanos”, manifestó. Diego con cinco meses en Estados Unidos logró rentar una vivienda para establecerse con su esposa e hija y aunque no espera incitar al tráfico de personas, reconoce que los venezolanos tienen la capacidad de lograr un futuro mejor si se lo proponen.

Y el sueño de este joven no se detiene, aún cuando migró por necesidad hacia el norte, su verdadero “norte” está en la ribera del Arauca vibrador. “Aquí hay varias oportunidades de salir adelante. En dos años me veo con mi estatus legal en este país, pero me gustaría volver a Venezuela”.

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