CompartirAdvertise here Anoche, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos designó formalmente al Cartel de los Soles, una red criminal “liderada por Nicolás Maduro Moros y otros altos funcionarios del régimen de Maduro”, como Organización Terrorista Global bajo la Orden Ejecutiva 13224. Según la OFAC, este cartel ha “corrompido las instituciones del Estado venezolano, incluyendo sectores del ejército, los servicios de inteligencia, el poder legislativo y el judicial”, para facilitar el narcotráfico hacia Estados Unidos. Apoya tanto al Tren de Aragua como al Cartel de Sinaloa, convirtiendo a Venezuela en una plataforma de criminalidad hemisférica y global. La designación no deja lugar a dudas. Maduro, oficialmente declarado dictador en 2017, acusado de narcotráfico y con recompensa sobre su cabeza desde 2020, y contundentemente derrotado en las elecciones presidenciales de 2024, es ahora descrito como jefe de una estructura criminal que usa las drogas como arma, las instituciones como escudo y el poder del Estado como herramienta del crimen organizado. Las implicaciones de las sanciones de OFAC son igualmente claras: “Todas las transacciones realizadas por personas estadounidenses o dentro (o en tránsito) por EE.UU. que involucren bienes o intereses en bienes de personas bloqueadas” están generalmente prohibidas. Cualquier entidad con 50% o más de propiedad de personas designadas también queda bloqueada. Las violaciones conllevan responsabilidad objetiva y pueden acarrear severas sanciones civiles o penales. Y, sin embargo, en simultaneo, en una muestra de alarmante incoherencia, la Administración de Donald Trump decidió sorpresivamente, y con un macabro sentido del momento, revertir su postura sobre las sanciones petroleras y renovar la licencia de Chevron para operar en Venezuela. ¿Cómo pueden convivir ambas decisiones? Si Chevron realiza transacciones que beneficien a PDVSA, al Estado venezolano o a cualquier entidad controlada por Maduro y su círculo cercano, corre el riesgo de canalizar apoyo material a individuos que ahora han sido oficialmente definidos como terroristas. Ya sea mediante pagos en especie, cooperación logística o uso compartido de infraestructura, las consecuencias no son teóricas. Son penales.Advertise here Esto no es una mera confusión de políticas. Es un colapso institucional. El mismo gobierno que define al régimen de Maduro como una empresa terrorista no puede, al mismo tiempo, facilitar acuerdos energéticos opacos, politizados y resultado de cabildeo descarado. Chevron, una empresa estadounidense con largos vínculos con el chavismo, enemigo despiadado de la lucha venezolana por la libertad, navega hoy un terreno lleno de minas legales y éticas. Durante décadas, Washington —plenamente consciente de la naturaleza y actividades criminales de la cúpula bolivariana— ha interpretado erróneamente a Venezuela, oscilando entre la indiferencia, la improvisación y un involucramiento criminalmente ingenuo. El régimen de Chávez y Maduro convirtió esa ambigüedad en mecanismo de supervivencia. Cada vacilación, cada rendija, les compró tiempo y ‘legitimidad’. Años de diplomacia irresponsable en Washington agravaron la desesperación de millones que no tuvieron otra opción que huir de lo que sigue siendo, a la luz de los hechos, el secuestro masivo de una nación entera. Pero este momento es distinto. Las designaciones ya no son gestos simbólicos. Diagnostican el cáncer. Señalan sus causas. Mapean su estructura. Deben definir líneas rojas, objetivos y plazos para la política. Y establecen consecuencias bajo la ley estadounidense. Cuando se escriba la historia completa del colapso venezolano, no se detendrá en los hombres y mujeres – generales, ministros y represores – que desmontaron una república. También dejará al descubierto a los actores internacionales, públicos y privados, que conociendo los hechos, prefirieron la comodidad, la complicidad o el lucro por encima de las consecuencias. Algunos regímenes trafican con drogas. Otros, con ideología. El de Venezuela hace ambas cosas. Y ahora, Estados Unidos lo ha dicho con claridad. Pero las palabras no bastan. La política debe alinearse con el diagnóstico correcto. Y la justicia debe ser la base de una transición larga y compleja para salir de esta pesadilla que ya lleva dos décadas y media. Navegación de entradas José Ignacio Moreno León: El Síndrome de Hubris, complejo enfermizo del político Carlos Sánchez Berzaín: La desigual lucha de los pueblos contra las dictaduras