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En la política de las grandes potencias, los cambios estratégicos rara vez comienzan con un movimiento de tropas. Empiezan con un relato. Antes de que un barco se desplace o un avión despegue, el poder prepara el terreno con una narrativa capaz de justificar la acción que vendrá después.

En la ceremonia por el 250º aniversario de la Marina de Estados Unidos, Donald Trump anunció que la “fase marítima” de la guerra contra el narcotráfico había concluido y que la siguiente etapa se desarrollaría en tierra. A primera vista, podría parecer una frase incidental; en realidad, marca un punto de inflexión. Lo que el presidente sugirió —y lo que sus asesores militares comprendieron— es que la lucha contra las redes criminales latinoamericanas está a punto de redefinir el mapa operativo del hemisferio.

El argumento es simple y poderoso: si los cárteles ya no navegan, Washington se reserva el derecho de perseguirlos donde se oculten. La primera fase legitimó la presencia naval en el Caribe; la segunda amplía el campo de acción hacia los corredores terrestres que atraviesan Venezuela y Colombia. La frontera deja de ser un límite y se convierte en una continuidad táctica.

Trump evita la palabra “intervención” y prefiere hablar de una “persecución ampliada”. No recurre a resoluciones internacionales; en cambio, apela a cifras domésticas: muertes por opioides, familias destruidas, comunidades fracturadas. Cada golpe al narcotráfico, afirma, equivale a vidas estadounidenses salvadas. Es una narrativa de autodefensa diseñada para preparar al público a aceptar, llegado el momento, acciones que en otro contexto serían percibidas como incursiones extranjeras.

Mientras Washington desplaza su eje estratégico del mar a la tierra, el régimen venezolano se mueve también, aunque en otra dirección. No responde con diplomacia ni con fuerza militar, sino con manipulación preventiva del miedo. Esta semana, Jorge Rodríguez —habitualmente identificado como presidente de la Asamblea Nacional chavista— publicó un mensaje en Telegram en el que informa que “sectores extremistas de derecha” planeaban colocar explosivos en la Embajada de Estados Unidos en Caracas. No ofreció pruebas, ni nombres, ni fechas. Lo esencial no residía en la denuncia. El propósito real es construir un escenario que justifique lo que pueda ocurrir después.

Rodríguez evitó presentarse como dirigente partidista y optó por el título de “jefe de diálogo y paz de Venezuela”. El cambio no responde a una cuestión semántica, más bien representa un movimiento táctico: busca desprenderse de la carga del régimen y hablar desde una institucionalidad que pretende ser neutral. De ese modo, convierte una acusación política en un acto de Estado y se otorga la autoridad de señalar o mediar sin el peso de la ilegitimidad.

La maniobra es antigua. Los regímenes autoritarios crean amenazas imaginarias para justificar represalias reales. Putin lo hizo en Chechenia, Erdogan en Turquía, Lukashenko en Bielorrusia. La secuencia se repite: primero se enuncia la conspiración; luego se reprimen a los sospechosos; finalmente, se proclama haber salvado a la nación de un peligro fabricado. En Venezuela, el patrón adopta un nuevo nombre: “defensa preventiva del poder”.

Lo que conecta ambas estrategias —la redefinición del enemigo por parte de Washington y la invención de la amenaza por parte del Cártel de los Soles— es la lógica que las impulsa. En ambos casos, se trata de controlar el relato antes de que los hechos ocurran. Trump configura el marco legal y moral para futuras operaciones. Rodríguez configura la coartada política para futuras detenciones. Uno se adelanta al conflicto para ampliar su legitimidad; el otro, para blindar su impunidad.

Las consecuencias pueden ser profundas. Si Estados Unidos decide trasladar su persecución a tierra firme, el mapa de riesgo incluirá zonas como el Catatumbo, Apure, Amazonas, Zulia y Falcón, donde confluyen actores de distinto origen: cárteles mexicanos, disidencias guerrilleras colombianas y redes venezolanas de contrabando y lavado. No son organizaciones aisladas, son todas parte de un ecosistema criminal que opera con la complacencia —o la complicidad— de estructuras estatales.

La “fase II” de Trump reconoce, en los hechos, que el narcotráfico latinoamericano ya no es un fenómeno clandestino, sino un sistema político-económico incrustado en aparatos de gobierno. En ese contexto, la distinción entre seguridad hemisférica y soberanía nacional se vuelve borrosa.

Para el régimen venezolano, la respuesta es narrativa antes que militar. Requiere una justificación que le permita etiquetar a sus opositores como “terroristas”, “agentes extranjeros” o “conspiradores”. La invención de atentados ofrece ese pretexto. Cualquier periodista, activista o dirigente puede ser criminalizado bajo la excusa de proteger la seguridad diplomática. El enemigo no necesita existir: basta con que cumpla una función política.

El cabellomadurismo sabe que no puede detener una eventual ofensiva estadounidense, pero puede elevar su costo diplomático si logra proyectar respaldo externo. Cada contacto con Moscú cumple ese propósito: no busca ayuda militar real, sino un eco simbólico que mantenga viva la ilusión de un bloque antioccidental. Rusia no enviará tropas, pero su sombra basta para sostener la narrativa del desafío.

El resultado es un tablero en el que dos narrativas se alimentan mutuamente. Washington reconfigura su legitimidad para actuar más allá del Caribe. El cártel construye su legitimidad para reprimir más allá de la ley. En ambos lados, el lenguaje precede a la acción.

En la nueva era de los conflictos, la guerra ya no se libra únicamente con armas; también se combate con palabras cuidadosamente calibradas. La llamada guerra de quinta generación no busca la conquista de territorios,sino el control de los imaginarios colectivos. Quien logre dominar la historia que se cuenta en el mundo sobre el conflicto terminará controlando también su desenlace.

Hoy, Venezuela se ha convertido en el laboratorio de esa disputa global: un territorio donde la semántica del poder redefine los límites de la fuerza y donde cada palabra lanzada en el espacio público anticipa un movimiento geopolítico.

La fase II no ha comenzado con disparos; ha empezado con narrativas. Las armas son símbolos, las trincheras son pantallas y las victorias se miden en percepciones.

La batalla no se libra en montañas ni en ciudades. Se desarrolla en la mente de quienes aún sostienen al régimen: miedo, reputación, obediencia. En ese terreno invisible, una decisión individual —no disparar, no firmar, no callar— puede tener más fuerza que un batallón.

Si entendemos cómo se gana una guerra sin tanques, entendemos también cómo termina un sistema que ya no puede sostener su propio relato.

Por Antonio de la Cruz

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