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Abuelos en Venezuela: Cuando envejecer se convierte en una sentencia a la soledad o la muerte

Gabriel, Nelson, Francesco, y Carmen son cuatro abuelitos que pasan de los 80 años. Sus nombres son otros. Pidieron anonimato porque temen perder su pensión del Ivss.

Pero, el caso es que son el reflejo de la tortura que significa envejecer en esta Venezuela que, según Nicolás Maduro, “se arregló”.

Llegar a la tercera edad, en este país, donde se supone que el sistema al que le dieron su vida entera trabajando, les debe retribuir con una existencia digna, es una especie de sentencia, si no a la soledad, lo es al miedo y en el peor caso, a la muerte.

Mis hijos me cuidan

Gabriel llegó de Perú al final de la década de los años 70, cuando Venezuela era “la Meca” para los migrantes de América Latina y se pensaba que “cada venezolano tenía un chorro de petróleo en su casa”.

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Actualmente tiene 82 años y es maestro de otras. Llegó al país a trabajar con una empresa que tenía diversas construcciones en el país y ya para 1981 se había traído a toda su familia.

Han pasado más de 40 años desde ese día de agosto en que pisó Caracas. Se nacionalizó, se adaptó y se hizo un venezolano más.

“Aquí levanté a mi familia, con mi trabajo como maestro de obras en empresas privadas. Nunca tuvimos muchos lujos, pero mis cuatro hijos crecieron, estudiaron, se hicieron profesionales y progresaron en ese país que nos abrió las puertas”, relata para Impacto Venezuela.

Cuenta que todos sus hijos estudiaron en colegios y universidades públicas y se graduaron, de manera que “tras llegar de Perú prácticamente sin nada, logramos levantarnos y progresar”.

Cuando cumplió 60 años, como corresponde por Ley, Gabriel pudo acceder a su pensión del Ivss, aunque seguía trabajando. Pero, al cumplir 70 años, en la empresa donde laborana, un buen día le dijeron que tenía que irse, “porque estaba muy viejo”.

“Me pagaron mi liquidación. Era el 2010, Hugo Chávez gobernaba y comenzaba a vislumbrarse la crisis, pero la pensión aún me daba alguna tranquilidad, porque no quería ser una carga para mis hijos”, destaca.

Dice que le detectaron hipertensión y se enfermó de la próstata y, además, “me hicieron un cateterismo.  Todo lo pagaron mis hijos, a través de los seguros privados de las empresas donde trabajan, porque para ese entonces, acudir a un hospital público ya era un riesgo”, señala.

Dice que han pasado los años “y cada vez me hago más viejo. Aunque tengo controlados mis padecimientos y estoy relativamente sano, me pongo a pensar ¿qué sería de mí si mis hijos no me cuidaran? Mi pensión no alcanza para nada. Ahora que aumentaron a unos 30 dólares, algo puedo comprar. Mis hijos se molestan porque me empeño en contribuir para la casa, pero quiero sentir que soy útil y que aporto”, enfatiza.

Gabriel no está solo, sus cuatro hijos están pendientes de él, pero, igual se angustia, “porque no somos millonarios, por eso me cuido mucho, para no enfermarme. Además, quiero ver a mi nieta”, concluye, en referencia a que su nieta mayor, quien nació aquí, forma parte de esos 6 millones de venezolanos que migraron.

El amor de los hijos

Nelson tiene 81 años, nació en el oeste de Caracas, no pasó del bachillerato, pero toda su vida trabajó “en lo que salga. He sido plomero, albañil, taxista, pintor”, relata.

Se casó muy joven, es padre de seis hijos, dos propios y cuatro ajenos, “pero que crié como míos”, menciona orgulloso.

El año pasado, Nelson sufrió “una caída tonta”, como él mismo describe al accidente doméstico que actualmente lo mantiene casi postrado en su cama.

Su hija, María (nombre ficticio), relata que el anciano que cumplió 81 años en marzo, “se cayó de madrugada, saliendo del baño. Solo resbaló, dio un mal paso y la pierna le quedó doliendo.  Lo tuvimos unos días en casa, poniéndole compresas y dándole antinflamatorios que nos recomendaba una vecina enfermera”, subraya.

No obstante, al ver que el dolor y la inflamación no se calmaban, los hermanos decidieron llevarlo al hospital Pérez Carreño, donde trabaja esa vecina. Tuvo suerte de que así fuera, porque por la pandemia no recibían casi pacientes.

“Tardamos un mundo en bajarlo por las escaleras, porque en el edificio el ascensor estaba dañado. Y en el hospital se demoraron horas en atenderlo. El diagnóstico fue que se le había zafado el fémur de la cadera y había que operarlo”, lamentó la hija.

Allí comenzó el calvario para la familia. “El problema no solo era la pandemia, sino que la operación era para colocarle una prótesis o un tornillo que costaban entre 600 y 800 dólares”, cuenta María.

Sin embargo, de inmediato, la familia se activó para reunir el dinero. Dos de los hermanos son profesionales universitarios, el resto trabaja en lo puede y por fin lograron operarlo.

Pero, para llegar a ese día, pasaron seis meses. “Tuvimos que esperar hasta juntar el dinero, esperar para que haya cupo en el hospital, esperar porque el médico se enfermó de COVID-19. Pero lo logramos. En diciembre del 2021 lo operaron. Aún está en recuperación, tiene que hacer terapia que pagamos en dólares, pero allí está”, dice la hija.

“El amor de mis hijos me tiene aquí. Ahí voy, poco a poco y como puedo, pero gracias a ellos”, enfatizó en anciano, a quien su pensión le alcanza “para que mi hija compre alguna cosita, fruta, galletas, porque no da para más”, finaliza.

Vivir solo, por decisión propia

Francesco nació en Italia, tiene 85 años. Tuvo cinco hijos y hace 10 años falleció su esposa. Tres de sus vástagos regresaron a la tierra de sus padres y dos se quedaron en Venezuela.

“Mi papá decidió vivir solo, no ha habido manera de que se quiera venir con nosotros. Hay una señora que lo cuida, va a diario, le echa un ojo, le lava, plancha, limpia y está pendiente, pero solo eso. Él dice que así está bien”, asevera una de sus hijas, quien confiesa que vive muy angustiada.

“Pero qué se puede hacer, es muy terco. Gracias a Dios no tenemos problemas de dinero, a él  le llega su pensión desde Italia y también tiene la pensión del Ivss, porque trabajó muchos años como ingeniero”, agrega.

A Francesco le gusta vivir solo porque “me siento fuerte y aún puedo ser independiente, cuando sienta que ya no puedo, tendré que resignarme, pero mientras tanto no. Me puedo hacer comida y mis cosas básicas, salir a pasear cerca de casa y regresar”, cuenta el abuelo, en su acento italiano que, pese a los años, no ha perdido.

“No me voy de Venezuela, porque me acostumbré, este país me conquistó y me quedé. Mi esposa murió hace 10 años y nuestros amigos están aquí. Poco a poco han ido desapareciendo, pero, aun así, no me voy. Qué haría viviendo con mis hijos en un país donde ya casi no conozco a nadie. Por lo menos aquí tengo a mis conocidos, mi calle, el quiosco, la panadería donde me conocen y me dan los chachitos como me gustan”, dice, entre risas.

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Source: Descifrado

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